
Pero hay personas que no tienen esa suerte y viven
en un hospital. Quizás en la habitación 242 de la planta segunda, quizás en el área
de oncología, quizás conviven con el vecino de cama, ese compañero que les ha
tocado, con su familia, con la del vecino, con ese ir i venir de enfermeras, médicos,
gente, amigos, conocidos. Comparten sufrimiento, comparten desesperación, pero
muchas veces comparten alegrías.
Cada día es prácticamente igual que el anterior. Amanece
muy tempano, el trasiego de genta es continuo, enfermeras que vienen y van,
toca poner termómetros, tomar la tensión y dar la medicación a cada uno, luego
aparecen los carritos con los desayunos, el bullicio aumenta, las de la
limpieza comienzan su faena, cambio de sabanas, limpiar los baños; muchos, los
más afortunados, esos que se pueden mover, después de su aseo personal, aprovechan
ese momentos para salir al pasillo, acuden a esa salita de espera, y con
fortuna encontraran un periódico disponible, lo leerán de principio a fin, hay
que ganarle horas al día.
Los acompañantes, los que pueden, van a casa, se
dan una ducha rápida y regresan, otros prácticamente hacen vida allí.
Y para ellos, esos a los que hoy he querido
recordar, el día a día sigue, igual que el anterior ¿Qué puede cambiar? ah sí,
hoy toca analítica o hoy toca sesión de químico. Que guay, que planazo. ¿Damos
un paseo? Si podemos ir hasta la planta de abajo, y vemos la gente que entra y
sale, genial, venga agarra el gotero y vámonos.
Las tardes son largas, muy largas, lentas, muy
lentas, anochece antes de tiempo, el
silencio hace acto de presencia, y ya solo se escuchan algunos quejidos, alguna
televisión encendida o el caminar por el pasillo de alguien que se va.
Allí reina la rutina, reina el olor a hospital, las
batas blancas, batas verdes, los pijamas azules, pulseras, los goteros, los carritos
de curas, reina la tristeza, dolor, pero también habita la esperanza.